domingo, 16 de marzo de 2014

Adiós dulce luna.

Noche cerrada, penumbra imperante, la brisa fina, ligera y firme sopla hiriente, impregnado la piel con su gélido aliento. La soledad la acompaña, se hace partícipe de sus pensamientos. Cierra los ojos y todo desaparece, el hielo del aire ya no corta, las pequeñas antorchas brillantes que alumbraban su camino se pierden, y solo la certeza del suelo férreo bajo su cuerpo, irregular y desnivelado, es capaz de hacerla sentir parte de este mundo, al que solo le ancla la gravedad que mantiene sus pies unidos a él. Escucha cada sonido más allá de la voz del tiempo, cada crujido de rama, de tierra, de fuego; escucha el aleteo de un corazón ansioso por descubrir nuevas sensaciones y secretos. De pronto, el gorgoteo de una risa suave y breve la sorprende, pero no abre los ojos, no se mueve, no respira, no responde. Ignora el instinto, cada atropellado impulso de huir de aquellos sonidos extraños, amenazantes, desconocidos, sinuosos, siniestros... Es entonces cuando una luz intensa cobra fuerza, manifestando su esplendor como llama. Es una llama interna, cálida, ardiente, que quema y arrasa, pero purifica a su paso, absorve el miedo, absorbe la duda, el desánimo, y que luego se apaga, dejando un sabor amargo con su marcha. Y vuelve a ser consciente de la barrera del suelo, de los cuchillos del aire, de la marea de la noche, y comprueba con asombro que las lágrimas brotan de sus ojos, que ruedan perfectas como cristales pulidos. Es así como los espejos de su alma reflejan cada parche mal cosido, cada pena rota que no fue recomendada, cada adiós olvidado que comenzó como un hasta pronto, recorriendo el camino de la despedida hasta culminar en la desesperanza de un siempre te echaré de menos. Los sollozos recorren un cuerpo que se convulsiona sobre la tierra sin cuidado, bañándola de una pena inmensa y sin sentido, incoherente, incesante, imposible e incontrolable. Y continúa la escena corriente de un desengaño, pero en un escenario atípico, con un desenlace poco corriente. Poco a poco las convulsiones decrecen, su río se seca, sus sollozos se apagan y retorna el silencio culpable que acusa y pesa sobre los hombros de un ánima incapaz de encontrar su sitio en este cruel lugar llamado mundo. Los pies se posan en el desnivel, las rodillas temblorosas alzan un cuerpo casi sin vida, que comienza a moverse sin ser realmente consciente de lo que se propone. Aunque querría alzar el vuelo y marcharse, se resigna a la tortura de unas piernas dadas de sí por haber soportado más peso del que les correspondía, incapaces de correr lo suficientemente rápido como para liberarla del monstruo tortuoso que acecha y finta, esperando el momento para abalanzarse sobre ella. Corre cuesta abajo, corre a favor de la pendiente, escoge el camino fácil. Pero esta acaba y la sensación de la tierra bajo las plantas cambia, una nube granulada se cuela entre los pliegues de sus dedos, blanda, cede bajo sus pies a cada paso. Escucha el sonido del mar que brama y ahoga su dolor, y el llanto de la bestia que la persigue queda acallado por el sonido de las olas que rugen susurrando su nombre entre las rocas. Avanza con paso firme y seguro, dueña de su destino por primera vez en tanto tiempo. Liberándose de las cadenas que la aprisionan alza los brazos y comienza a desnudarse, las prendas caen a sus pies y quedan tras sus pasos como si de malos recuerdos se tratasen. La textura de la arena cambia, volviéndose húmeda al tacto, siendo cada vez más difuso su contorno, tal como ocurre con su cuerpo cuando al fin roza el agua. Su piel poco a poco se funde con el salitre que la salpica, sus cabellos ondean al viento mientras una tímida luna escondida tras las nubes aparece, deseosa de contemplar el fin de una vida tormentosa y apesadumbrada. El agua la rodea, sus cabellos empapados se adhieren a su rostro, pero ya no importa. Toma aire por última vez y se sumerge en la oscuridad más absoluta, mayor que la de la noche, que la de su vida, que la de su alma. De nuevo se concentra en aquello que le rodea, no obstante, esta vez abre los ojos y observa el cielo, las estrellas y la luna tras el manto líquido en el que se encuentra. Una vez más la llama de su interior se enciende y brota, un calor muy intenso, mayor que cualquier otro, la recorre, el dolor no le permite pensar, pero no hay nada más bello que aquella imagen. Su cerebro desesperado muestra su ansia de vivir, su necesidad de respirar, mientras ella se concentra en la llama y lo ignora. La belleza de un cuerpo de piel planteada bajo la luna llena, bañado por la danza ondulatoria de las olas que lo mecen, como si realmente durmiese con los ojos abiertos. Su cuerpo flota sobre el agua mientras su alma se hunde y llega a las profundidades para luego regresar a la superficie y subir y subir más allá del cielo y las estrellas, virtuosa y libre de las responsabilidades que la apresaban en vida, feliz de una vez por todas.